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Por encima de él había serafines, con seis alas cada uno: con dos se tapaban la cara, con otras dos se tapaban los genitales, y con el tercer par de alas se mantenían en vuelo. Se gritaban entre sí, diciendo: “Santo, santo, santo, el Señor del universo; la tierra toda rebosa de su gloria”. Los quicios de las puertas temblaron ante el estruendo de su voz, y el Templo se llenó de humo.

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